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78



Tras la pausa estival de tres semanas que anticipé regreso con mi nueva crónica semanal, queridos desdentados y deplorables, esperando que sea de vuestro interés y agrado.


Como habrán podido observar el título de la crónica es conciso y directo. “78”. Porque hoy vamos a hablar de las pasadas elecciones del 23J y lo que éstas han significado para el Régimen del 78, que es el tiempo secular que nos ha tocado vivir a los españoles hoy en día. Para todos aquellos menores de 60 años el 78 es lo único que han conocido, desvanecidas ya las memorias de la Edad de Franco, por no hablar de todo lo que sucedió antes, ahora carnaza para las hienas de la “Memoria Democrática” y su postergada -que nunca abandonada- sed de sangre.


En las pocas semanas transcurridas desde las votaciones -en puridad, botaciones festivas de manos y algún que otro pie à la Borja- han ya corrido ríos de tinta al respecto, ríos que en su inmensa mayoría vienen a lamentarse, a criticar, a intentar comprender cómo ha podido suceder una cosa así. Un torrente de filípicas se ha desatado desde el lado de los contrarios a Sánchez y una ditirámbica celebración desde el lado contrario a los contrarios. Ambas, diré, soslayando el hecho central de la cuestión: las votaciones botantes del 23J representan la apoteosis, el culmen y el pináculo del Sistema-que-nos-dieron hace ya 45 años y, por ende, son un éxito clamoroso. No para usted, querido lector desdentado, sino para los verdaderos invitados a la fiesta (de la democracia): los partidos y las oligarquías que se esconden tras de ellos.


Al escribir, pues, estas líneas puedo repetir aquello de “allí me colé y en tu fiesta me planté” porque asomarse a estas elecciones es, para un execrable desdentado como yo, colarse en un festín al que, obviamente, no ha sido invitado y poder escudriñar, desde un rincón oscuro o tras unas cortinas, lo que celebran los que sí recibieron su tarjetón para correrse una juerga donde lo mejor, lo sublime, es saber que la factura la pagarán los que, desde la calle, escuchan el estruendo del champán y la música, tan ufanos de haber depositado su sobrecito en la urna (¿será ésta anticipación de la urna funeral, todo dolor y cenizas?).


Insistamos en la idea clave de toda esta historia: el 23J es lo más del 78. Han ganado todos los partidos por el mero hecho de presentarse y obtener sus diputados, porque son suyos, ni míos ni tuyos ni nuestros y si esto no se entiende no entenderemos nada. Una vez obtenidos sus fichas y cromos da inicio el Gran Baile de las Sillas, que es como una declinación cochambrosa y pordiosera del Gran Baile de las Máscaras veneciano y es el vodevil en el que nos encontramos ahora sumidos y que se prolongará por mucho tiempo dado el clamoroso éxito de dichas votaciones, como ya he mencionado. ¿Habían visto alguna vez tantas posibilidades, tantas alianzas, tantos bloques, tantos escenarios abiertos? El Sistema de Partidos en su máximo esplendor, el setentayochismo abierto de piernas y pujando al mejor postor. ¿Qué más pueden (Ellos) pedir?


Pues aún hay más: esos “partidos” -que no lo son, como habrán podido imaginar a estas alturas del Régimen- son los testaferros (y testaperros) de los que controlan el cortijo (por telecomando desde Bruselas y otras ciudades más pintorescas), nuestras oligarquías, cuya mala salud de hierro nos enterrará a todos porque cuando hay sinecuras y sobres (no los que caen en las urnas como hojas de otoño, claro) de por medio el ansia de vivir adquiere tintes cuasi demiúrgicos. Estas oligarquías ganan en cada votación constitucional, que para algo se redactó la criatura en cuestión. Y así cada cuatro años más o menos la comedia se resetea, como se dice ahora, y a seguir mientras se mantenga en pie -manos botantes mediante- el tinglado.


Nota bene: estos 45 años no habrían sido posibles sin la inestimable colaboración de la “ciudadanía” (qué sonrojo al escribir esta palabra, signo indeleble de los tiempos) que, entrada en una espiral embrutecida, ya sólo clama por las sobras de las sobras y, pasaportes vacunales de por medio, poder entrar en el bar de la esquina a tomarse su cafelito y su tapita, soñar con esas vacaciones de una semana en alguna playa, muy instagrameable eso sí, y poder dejar constancia en unas fotografías de la irremediable ruina que ya somos.


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