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El regreso de la moral arcaica
















Estos días me ha dado por pensar en dos libros cuya lectura me resultó en su momento muy interesante y que hoy, sólo hoy en la Edad Covidiana post2020, es cuando adquieren pleno e inquietante significado.


Se trata de La democracia ateniense de nuestro gran helenista Francisco Rodríguez Adrados, recientemente fallecido, libro publicado en 1975 pero basado en un libro anterior de 1966 y El retorno de la Antigüedad: la política de los guerreros del periodista estadounidense Robert D. Kaplan publicado en 2002 en España, siendo la edición inglesa original de 2001 con el llamativo título de Warrior Politics: Why Leadership Demands a Pagan Ethos.


Decía que me ha dado por pensar en los últimos tiempos en estos dos libros porque, escritos uno en el mediodía del siglo XX y el otro en su paso al actual siglo, es sólo en el momento presente, después de 2008 y sobre todo de 2020 cuando podemos leerlos de verdad y entender su mensaje con la claridad que aporta vivir en lo que ambos ensayos transmiten y que he resumido en el título de esta crónica especialmente pensada para los queridos lectores desdentados y deplorables: “El regreso de la moral arcaica”.


Cuando Rodríguez Adrados empieza su libro sobre la democracia ateniense dedica un primer capítulo absolutamente brillante a “El hombre aristocrático” donde desbroza, con pericia de labriego abriendo las carnes de la tierra, la moral de la época arcaica anterior, muy anterior, al siglo V y su culminación de la idea democrática en Atenas. Es el tiempo de los héroes homéricos, de los valerosos nobles cuya vida toda gira en torno a obtener la gloria, el reconocimiento, y, por qué no, el temor de las masas que se situaban muy por debajo, a todos los niveles, al punto de considerar que el aristócrata gozaba de una physis (naturaleza) propia y exclusiva de su grupo, que no era compartida por los vulgares hombres comunes. Mientras releía estas páginas era imposible no pensar en los Hararis de turno y en los hombres de Davos con su insistencia en hablar de los “hombres elegidos” frente a la amorfa masa sin futuro y, entonces, un escalofrío recorría mi espalda. Rodríguez Adrados, escribiendo el libro en 1966, una época de plenitud y optimismo social sin precedentes -los ya míticos “Treinta Gloriosos”- podía echar la vista atrás, a esa Edad Arcaica que glosó Homero con melancólica furia en sus postrimerías, y alzar una mirada digamos condescendiente y misericordiosa sobre aquellos hombres que carecía de cualquier atisbo de compasión o empatía por sus semejantes menos afortunados. Aunque la idea democrática no triunfase y todo quedara en un sueño ya en época griega sí lo hizo la moral democrática en clara contraposición a la moral agonal del hombre aristocrático donde el conjunto de valores como la justicia, la compasión y la aspiración a la igualdad quedaron ya fijados en el imaginario colectivo de eso que, por comodidad conceptual, llamamos aún hoy Occidente.


Cuando el siglo XX se esfumaba en una hybris (por seguir con la acerada terminología griega) neocon publicó Kaplan, altavoz de dicha corriente, el segundo libro que ya he mencionado. En 2001 hablar de la necesidad de un “ethos pagano” para la política sonaba extraño, casi hiriente, al oído medio occidental. ¡Qué equivocados estábamos entonces!, ¡cuán sistémico era Kaplan, que sabía lo que se cocinaba en las entrañas mismas del poder!


El libro es una justificación, envuelta en todas las gasas que se quiera, del retorno a la Ley del Talión: no le demos muchas más vueltas. A medida que el poder se “desdemocratiza” resurge en la superficie esa idea aristocrática que desmenuza Rodríguez Adrados en su libro. De alguna manera Kaplan nos avisaba, hace más de veinte años, de la creación del “Orden Liberal”, tema de mi crónica anterior, que ensalza con gran boato y parafernalia ese “ethos pagano” que era el eje ideológico -no, en verdad (pseudo)religioso- ante el cual debían derribarse las últimas defensas democráticas entretejidas, además, con la aportación decisiva del Cristianismo y su idea central de la sacralidad de la vida humana. En una época de reavivación de Moloch y Hammurabi, Solón y Cristo resultaban especialmente molestos.


Vemos, no sin asombro y consternación, cómo el siglo XXI, al menos en “Occidente” regresa a marchas forzadas a la época de Troya con su sed de furia y de dominio. Resultó al fin que el hombre transhumano hararita era un remedo de Aquiles pero sin su gracia ni por supuesto belleza.

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