Roma, en verdad, nunca cayó porque perdura entre nosotros. Su lección es eterna, al igual que el sueño que nos dejó como su más excelso legado.
Hoy, queridos desdentados y deplorables, os quiero compartir algunas reflexiones -teñidas de la inevitable melancolía que acompaña siempre al tema- sobre Roma porque todo está en Roma y, en el caso singularísimo de España, más Roma que en ninguna otra nación.
El mundo del siglo XXI, que empezó en 1989, es un mundo crepuscular, un mundo que se sabe derrotado y al que tan sólo le queda esperar la llegada de días mejores, que no se vislumbran en el horizonte cercano (inciso personal: de ahí que la obra de Tolkien haya sido un éxito contemporáneo sin precedentes pues su visión del mundo recoge ese momento de la última tarde, hermoso sí, pero cargado de tristeza por lo que ya fue y no ha de regresar). Roma nos enseña que en períodos así el caos, la confusión y la descarnada lucha por los restos del poder se convierten en el elemento central y decisivo. No seré tan ingenuo de creer que ese caos o esa lucha por el poder no formen parte consustancial de la naturaleza humana: por supuesto. Lo que sostengo es que en épocas de disolución de un mundo estas características adquieren un papel definitivo y definitorio. Hay dos momentos así en la historia romana: el último siglo de la República (de los Gracos a la batalla de Accio) y el último siglo del Imperio en Occidente. El primero nos revela que cuando las estructuras tradicionales de poder se quedan “pequeñas” aparecen individuos muy ambiciosos cuyo objetivo es tomar esas estructuras de poder para poder reconducirlas a un nuevo escenario, más adecuado a la nueva potencia adquirida. Tras cien años de sangrientas guerras civiles será finalmente Augusto quien se alce con el codiciado trofeo.
El segundo momento es mucho más complejo: aquí hablamos del derrumbe de todo el edificio de poder y lo que sucede una vez se ha disipado el polvo de las ruinas. La Cristiandad se encuentra exactamente en este punto, de ahí el interés renovado por este período histórico de las últimas cinco décadas, que coindice con el principio del fin de nuestra civilización, que es de hecho, la Civilización. La caída de Roma nos llama poderosamente porque nos vemos reflejados en ella como en un espejo. Su caída es nuestra caída y, en el caso de España, es una segunda caída pues siendo como fue España la Roma de la Modernidad, y cayendo como cayó a inicios del siglo XIX el actual derrumbe -ya no sólo de España sino de toda la Cristiandad- constituye el segundo y final acto de esta muerte anunciada (y desdeñada por la mayoría, todo hay que decirlo).
Dije al principio de la crónica que vivimos en un mundo crepuscular y cité a Tolkien. Y digo esto porque, a pesar de la oscuridad circundante, Tolkien -buen católico- nos enseñó que la esperanza y el amor son las dos fuerzas más importantes que atesoramos y no debemos rendirnos a la desesperación ni a la derrota, que es el veneno que el discurso dominante infunde para poder destruir al hombre y así poder esclavizarlo. Roma nos enseña al respecto que en medio de las ruinas quedan espacios donde hombres valientes resguardan el legado de un mundo e incluso le insuflan nueva vida -he ahí la labor incesante y abnegada de la Iglesia en aquellos siglos difíciles- y sé que hoy ocurre y ocurrirá lo mismo por lo que, aunque a medio plazo las perspectivas son desoladoras, llegará un nuevo día tras esta larga noche. Nosotros no lo veremos -de ahí la tristeza que embarga a las mentes más preclaras de nuestra época- pero llegará ese día pues la esperanza es el más resistente tejido del que estamos hechos los hombres y no hemos de desfallecer, por arduo que resulte a veces el viaje de la vida.
En este final de verano, llevado por la melancolía propia de la estación, volvemos la vista atrás y la vemos a ella: sigue siendo muy hermosa a pesar de las heridas en su rostro, del paso inclemente del tiempo y de los sinsabores del día a día. Roma perdura y, porque perdura, sabemos que no hay nada perdido.
Comments