Cuando Umberto Eco publicó su famoso ensayo Apocalípticos e integrados en 1964 sobre los dos posicionamientos que se daban frente a la cultura de masas -lo que se refleja en el título- el mundo era un lugar mucho más libre de lo que lo es hoy en día. Esa “cultura de masas” se ha hecho mayor de edad y ahora se reviste de esa solemnidad -vacua- de las ideologías ya transformadas en un culto. De “cultura” a “culto”: he ahí donde nos encontramos en el momento presente, el momento de esplendor del globalismo y sus “agendas” de muchos colores (nota al margen: al escribir esto me viene a la memoria el personaje de Saruman que, una vez pasado al Mal, dejó de ser “El Blanco” para convertirse en el de “muchos colores”, ¿coincidencia?. Cierro nota).
La crónica de esta semana tiene su origen en una conversación tuitera en la que mi interlocutor, en un momento determinado, me respondió diciendo que lo que había expuesto previamente entraría en el ámbito de la “conspiranoia”. Este hecho me dio que pensar en su uso como un cierre conceptual que determina que ya no se puede seguir discutiendo porque, llegados a este punto, entramos en tierra incógnita -de nuevo esta poderosa imagen-, reino de las conspiraciones y demás barbaridades, por lo que toda conversación queda anulada automáticamente. ¿Cómo hablar de algo si lo calificamos de “conspiranoia”? Así pues, se pone un punto y final, se tira la llave y se cierra esa puerta. Punto y final. Y punto.
En este siglo funesto donde el discurso dominante ha alcanzado unas cotas de poder, control y censura sin igual podemos adoptar, siguiendo a Eco, dos posturas frente al mismo: la “integrada” o la “apocalíptica”. Hemos podido constatar, no sin cierto pasmo y tristeza, que la inmensa mayoría apostó por la primera posición, sin duda la más cómoda (y acomodaticia) mientras que los que mantuvimos un estupor “apocalíptico” éramos relegados al terreno de la ya mencionada “conspiranoia”.
Porque hay temas de los que no sólo no se debe hablar. No se puede hablar porque carecen de toda lógica y posibilidad. Ergo es im-po-si-ble entrar en ellos. Se alza ante nuestros ojos estupefactos una Nueva Ontología del Ser-y-el-No-Ser. Querido lector deplorable, no pienses que desvarío al escribir esto: en nuestro mundo covidianamente imposible hay “cosas” y “temas” que NO existen y por ello, ¿qué podemos decir? Pues eso, NA-DA. No podemos hablar de lo que NO existe. Sigamos pues con nuestra dolce vita integrada, a la umbertiana manera.
Eso es lo que querrían muchos, la mayoría de hecho. Un integracionismo que de vez en cuando echa una canita al aire, todo muy dentro de lo permisible, un divertimento por aquí, una boutade con certificado de pureza existencial por allá. ¡Mas ay de los impíos que osan surcar las aguas más allá del horizonte! Para esos, ostracismos escritos en gorritos de papel de plata -los sambenitos y capirotes de nuestra Edad- y sonrisillas medio burlonas y muy condescendientes. Los escépticos, los curiosos, los que señalan a elefantes y reyes desnudos: a esos apocalípticos, el mazo de la conspiración sobre la mesa y aquí paz y después gloria (aunque sean de mercadillo y cartón piedra).
Vivimos oprimidos bajo la bota de un monstruoso Jano bifronte formado por “Consenso” y “Conspiración”. Ambos rostros se complementan al milímetro y ambos rostros nos increpan acusadores cuando hacemos preguntas que podrían romper su poder sobre nosotros. Porque ese consenso y esa conspiración son los nombres bajo los cuales se oculta el rostro último, más allá del mito: el rostro del Poder, un poder omnívoro y criminal, un Poder para el cual el hombre, receptáculo de Dios y de la inmortalidad del alma, es un recordatorio perenne de su anunciado fracaso, fracaso que maquilla bajo capas de falsas promesas y falsos dioses que no podrán tapar el hedor que desprende su esencia maligna.
En el tiempo que nos ha tocado vivir la disyuntiva que planteó Umberto Eco se nos presenta ajada y consumida, tal es la gravedad del desafío que se nos ha puesto por delante. Ser un integrado es un lujo que ya no podemos permitirnos. No debemos, pues, temer, al espanto apocalíptico que nos causa lo que vemos alrededor: de hecho, ese espanto es el que nos permitirá tener una posibilidad de éxito. Si fracasamos, entonces sí que viviremos en una auténtica conspiranoia donde todos nosotros, desdentados y deplorables, ya no necesitaremos que nos marquen con gorritos de papel.
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