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Campo de ruinas
















Vivimos entre las ruinas de una civilización superior es una frase que leí por primera vez en Twitter y que me causó profundo impacto por las implicaciones que conllevaba. Esa civilización superior era la de raíz cristiana que había florecido en Europa y otros continentes a lo largo de más de mil años y en la que nos habíamos criado la mayoría de nosotros, estimados desdentados y deplorables.


El proceso de acoso y derribo -pues de eso se ha tratado, y no de un lento declinar natural- a nuestra Civilización tiene raíces muy profundas; tanto, que se remontan a su mismo inicio dado el carácter auténticamente revolucionario del Cristianismo respecto a las culturas precedentes, todas ellas atravesadas por un sentido feroz de la vida humana. Terribles resistencias se encontró esa incipiente civilización porque otorgaba al ser humano un significado completamente nuevo que ponía en peligro todo el andamiaje antropológico previo. Así pues no lo tuvo nada fácil para pervivir en un entorno hostil y, aún más, antagónico. Era una lucha a muerte entre dos concepciones del hombre incompatibles: la pre-cristiana y la cristiana.


Tras un período de plenitud medieval el acoso cobró nuevos bríos con el Renacimiento, si bien ya desde el siglo XIV se habían sentado las bases filosóficas que traerían el caos y la ruina posterior. Nos referimos aquí al nominalismo el cual destruyó las certezas de la Fe tomista -ese culmen del pensamiento cristiano- al introducir la venenosa semilla de la duda lingüística que tan amargos frutos ha dado hasta el día de hoy. En efecto, hoy, en plena Edad Woke-Covidiana, hemos acabado de entender que estamos inmersos, en primer lugar, en una Guerra de la Lengua, en un ataque despiadado al Logos y por ende a la Razón. Parafraseando al infausto Bill Clinton en su campaña electoral de 1992 podemos afirmar, sin temor a equivocarnos un ápice, aquello de “¡Es la Lengua, estúpido!”


Si Nuestros Señores toman las palabras, como antes tomaban una fortaleza, nos dejan literalmente mudos en este combate por nuestra mente y nuestro espíritu, los cuales se materializan a través del lenguaje. La palabra -y con ella la Razón- son nuestra mejor línea de defensa ante los embates despiadados a los que nos enfrentamos. Por ello mismo su objetivo primordial, en este siglo cruel, es quitarnos lo que nos hace realmente humanos. Visto así, el “transhumanismo” es un retroceso disfrazado con oropeles de silicio y chips: deberíamos llamarlo de hecho “retrohumanismo” porque nos despoja de lo que nos hace unos seres excepcionales dentro de la Creación.


Desde el siglo XVIII, con la fundación de la Masonería moderna y la Revolución Francesa, el ataque contra la Civilización adquirió un carácter existencial. No se trataba ya de limar asperezas, de modificar esto o aquello: se buscaba la destrucción deliberada de todo el edificio cristiano, una voladura definitiva que no dejase siquiera traza de que alguna vez existió, un auténtico momento “Delenda est Carthago” proclamado sin cesar desde las más altas instancias. Al principio con cierto recelo, luego ya abiertamente.


Tres siglos después nos encontramos en este estado lamentable, en este “vivir entre las ruinas” con el que abríamos la crónica de esta semana porque la obra de aquéllos que querían ver la Civilización arrasada ha avanzado a pasos agigantados y, efectivamente, paseamos ahora, aturdidos e incluso incrédulos, en un campo de ruinas. Lo hacemos así quienes somos conscientes de lo que se ha perdido, quienes atesoramos todavía palabra, lenguaje y Razón porque no hemos caído en la Guerra de la Lengua y ondeamos el estandarte del Logos frente a las huestes de la Demencia y el Olvido en un gesto que puede ser quijotesco pero en el cual se encierra toda la dignidad de nuestra especie y de nuestra historia.


Nuestra Civilización no muere de muerte natural. Está siendo asesinada ante nuestros ojos. Este hecho, que pudiera parecer aterrador, refleja en verdad nuestra mayor esperanza de cara al futuro porque significa que la fuerza vital que la anima sigue ahí -más vieja, sí, pero mucho más sabia- y que no ha llegado aún su hora final. Entre las ruinas se alza, tímida mas desafiante, una flor que dice nuestro nombre, nombre que no podrán arrebatarnos jamás.


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