Uno de los mitos más perdurables de nuestro mundo postmoderno es el que reza que la educación universitaria ofrece, todavía, un timbre de distinción y, sobre todo, de solidez intelectual. Como muchos mitos es un hueso duro de roer y de raíces muy profundas, que entronca con una tradición casi milenaria y de enorme prestigio, tradición que no cuestionaremos aquí.
En nuestro Siglo Covidiano las élites han construido el discurso por el cual las masas de deplorables y desdentados son un conjunto de patanes en su gran mayoría sin estudios superiores carcomidos en buena lógica por la superstición y el populismo, ¡el populismo!, ese viejo carcamal de camisa a cuadros, barba grasienta y aliento a cerveza barata, que merecen, si es que algo merecen, el desprecio y el rechazo de aquéllos que sí han sabido entender el espíritu de los tiempos y han abrazado, consecuente y sabiamente, los mandatos del mismo (ya sean éstos mandatos ecologistas, vacunales o de lo que considere oportuno el “espíritu” en cada momento).
En el corazón del mito -que es un corazón de tinieblas- ocupa un lugar central y decisivo el mundo académico anglosajón. Éste se articula en dos grandes nodos: el británico con “Oxbridge” (esto es, las universidades de Oxford y Cambridge) y el estadounidense mediante la “Ivy League”, liga que aglutina a las universidades de Brown, Columbia, Cornell, Darmouth, Harvard, Pennsylvania, Princeton y Yale. Como pueden ver, queridos lectores, la flor y nata del mundo intelectual y creativo.
Fue precisamente en Yale, la última de las universidades mencionadas, donde estudió un joven William Buckley, experiencia que plasmó en un libro -clarividente y por tanto olvidado, faltaría más- titulado “Dios y el hombre en Yale” publicado en 1951. En él explicaba su hartazgo y su espanto ante la deriva nihilista que vivió en el ambiente académico de dicha universidad. Buckley nos estaba contando, hace más de setenta años, lo que hoy padecemos ya sin filtro: la espantosa ideología woke que ha destruido los fundamentos de nuestra Civilización cristiana. De ahí el título de la crónica de esta semana: en Yale ya no están presentes ni Dios ni el Hombre, resultado de una obra de acoso y derribo sistemático perpetrado desde mucho antes de lo que pudiéramos pensar a primera vista. Esta labor hunde, de hecho, sus raíces en un proceso secular de pérdida de fe en Dios y en el Hombre que nos retrotrae a la mal llamada “Reforma” pero en especial al siglo XIX y su darwinismo social, constructo pararreligioso que llena el vacío que ha dejado un (falso) cristianismo “reformado” que ha agotado cualquier atisbo de trascendencia para degenerar en un pastiche aniquilador de lo humano y por ello nihilista. El mismo nihilismo que ya vió Buckley, el mismo nihilismo que hoy recorre el mundo como un fantasma con renovadas fuerzas bajo estandartes verdes y arcoíricos.
La Academia -nombre que define todo ese entramado educativo-cultural-intelectual-universitario- es, hoy, el mayor ariete del totalitarismo postmoderno, el “globalitarismo”, como he leído muy acertadamente en ese vasto océano de descubrimientos que es Twitter. Es su cabeza pensante, es el Wuhan de las Ideas donde se crean quimeras conceptuales más dañinas que cualquier virus pues atacan directamente lo más preciado que tenemos, que es nuestra conciencia. En los sótanos de la Academia, pero también en sus majestuosas Aulas Magnas y “colleges” de céspedes impolutos repta, desde hace mucho tiempo, la serpiente de la discordia cuyo fin último es terminar con el Hombre y la Creación. Estimados deplorables, como véis volvemos siempre al mismo punto de partida: una guerra espiritual cuyo botín somos nosotros, el botín más suculento que jamás existiera y por el que Nuestros Señores han vendido, literalmente, su alma al Diablo.
Así pues, no os dejéis engañar cuando os vengan con el mito de la educación superior y la fascinación por esos nombres cargados de prestigio pues son en verdad oropeles de cartón-piedra y monedas más falsas que Judas en las que se están consumiendo las generaciones más jóvenes de nuestro mundo. Si hoy Buckley volviera a Yale vería, consternado, que ya no hay Dios ni Hombre, diluidos en ese caos “fluido” y (trans)icional donde campa el miedo a su anchas y cualquiera puede perderlo todo por mencionar que el pasto es verde o dos más dos son cuatro.
¿Gaudeamus igitur?
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