El aceite de oliva se ha convertido en el símbolo definitivo de la decadencia y caída del Régimen Constitucional de 1978, sedientos y hambrientos desdentados y deplorables. El hecho de que sea ya un artículo de lujo, algo inaccesible para las clases más desfavorecidas, refleja como pocas cosas la involución social, económica y política de España desde hace cuarenta años porque, estimados lectores, nos hemos dado cuenta de una terrible verdad, que todavía pocos se atreven a reconocer y cuando lo hacen se da entre susurros atemorizados en salones oscuros y poco transitados: que la democracia liberal es, de hecho, la forma suprema y acabada del despotismo (ya no “ilustrado” sino brutal, animalesco y animalista) cuyo fin último es la sumisión totalitaria de toda la población, lo cual pasa, necesariamente, por el hambre, la miseria y el miedo, tríada maligna sin la cual ese poder corrosivo no puede mantenerse.
Hemos descubierto, entre el terror y el espanto, que la “democracia liberal” es la culminación del proyecto nihilista cuyo primer gran acto político fue la Revolución Francesa -si bien es cierto que éste hundía sus raíces en el odio secular de Cristo, lo cual es motivo para otra crónica- en un crescendo que nos lleva directamente a la actual Edad Covidiana, iniciada en 2020. Ha sido un largo camino de casi doscientos cincuenta años del cual padecemos ahora las últimas consecuencias: entre ellas, que nuestro apreciado aceite de oliva se haya convertido en un bien de lujo, hecho característico de España por el momento pues nuestro Régimen Constitucional de 1978 se revela, con la perspectiva que da el tiempo, como uno de los experimentos más exitosos de esa idolatría llamada Democracia Liberal y no debería pues sorprendernos que la “feliz escasez” de la que tanta gala hacen Nuestros Señores se manifieste con especial crudeza en nuestro desdichado (ex)país, transformado en auténtica “tierra-de-nadie” de esta postmodernidad odiosamente humanófoba.
El aceite de oliva, nacido de las entrañas de nuestra tierra española, antiquísima urdimbre de siglos, memoria y civilización, sucumbe ante los embates de un poder tecnocrático, sectario y fanáticamente idólatra para el cual las fuentes de alimento, que son fuentes de vida y de esperanza, se convierten -no podía ser de otra manera- en el principal enemigo a batir en esta guerra que nos ha declarado, desdentados y deplorables del mundo, pues desea primero nuestra sumisión y luego nuestra extinción.
El Régimen Constitucional que se nos impuso desde fuera ha desarrollado, hasta el paroxismo, las directrices de ingeniería política que buscan -diríamos casi con ansia desesperada- el hundimiento de todo sistema sano, funcional, biológico y productivo capaz de sustentar a un cuerpo social. Es por ello que hemos visto a lo largo de estas últimas cuatro décadas el desmantelamiento de nuestra industria, nuestra pesca, nuestra ganadería y nuestra agricultura, desmantelamiento que empieza a sentirse en las neveras de los españoles, quizá la última frontera de la paciencia antes de que todo se vaya por el sumidero.
Escribo “quizá” con pena pues mantengo mi escepticismo respecto a la capacidad de rebelarse del otrora pueblo español, reducido a ente inane y zarandeable como un muñeco de trapo por el que no se tiene el menor respeto. El aceite de oliva se aleja de nuestro horizonte cotidiano, verter ese líquido dorado en una sartén adquiere ya tonalidades dramáticas donde se cuentan, una a una, y con creciente temor, las cucharadas. “¿Bastará con dos o necesitaremos más?”, seguro que se preguntan muchas madres mientras se disponen a preparar la comida o la cena. Y en esa pregunta, muda y angustiosa, se encierra, como la gema en lo más profundo de la mina, todo el drama de nuestro tiempo, de nuestro tiempo constitucional, ademocrático, liberalmente tóxico y venenoso que ha ido erosionando el suelo sobre el que pisábamos abriendo un enorme abismo ante nosotros por donde caen todas las cosas que un día creímos sagradas: la familia, Dios, la Patria, el varón, la mujer. Todo se pierde en ese agujero, amparado bajo grandilocuentes palabras -ley, orden, justicia, derechos y blablablá- que apenas ya esconden la dimensión de la tragedia que está desterrando de nuestras alacenas el aceite de oliva, convertido en el símbolo más potente -telúrico sin duda- de un Régimen-Sistema para el cual la vida humana carece de valor.
Cuando los olivares callen definitivamente comeremos las piedras del camino, si aún seguimos con vida, claro está.
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