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El beso












En un mundo que se derrumba a nuestro alrededor emerge, como sello final de los tiempos, el beso. El beso, metáfora perfecta, imago optima de lo que somos, de dónde estamos, de cuál es el destino que nos aguarda, encapsulado en el mínimo espacio que queda entre dos labios juntándose.


Todo un país cabe en ese momento fugaz, en ese gesto entregado como ofrenda al dios del día, al espíritu -moribundo- del tiempo ya consumado de las meras criaturas mortales que, apagado todo fuego, toda llama interior, se consumen como ajada vela, como hierba agostada, como animalillo asustado que repta y repta pensando así escapar de su cazador, que le dará caza igualmente pero sin la menor épica ni remordimiento. En ese beso cabe todo un país que ha perdido, que ha sido absoluta y totalmente derrotado, que ha entregado lo mejor de sí mismo al sitiador de la muralla sin haber presentado la menor resistencia, manojo de hombres viles que sólo querrían proseguir -un día más, una hora más, un minuto más- con sus miserables vidas en ese beso, estirándolo hasta donde alcancen las fuerzas, alargando el aire quieto de esos labios para poder respirar en esta ciénaga donde nos creemos aún dignos y respetables.


Estamos todos ahí, en el beso, sobre el beso, ante el beso en adoración, creyentes de la nada y del todo, creyentes de lo que más convenga al dios moribundo del tiempo, idólatras angustiados por lo banal y banales ante lo sagrado: pero qué más nos dan estas consideraciones -por lo demás abstrusas, habrán pensado- si el beso, ese beso es la cosa más valiosa que hemos visto, aquello que ordena nuestro mundo, aquello que otorga rectitud a lo que somos y nos decimos mutuamente. “Tú eres de los rectos, yo también lo soy. ¿No nos postramos mansa y dulcemente ante el beso y recitamos las plegarias correctas, las que otros más sabios y poderosos nos han inculcado en su bondad y desvelo por nosotros?”. Qué tranquilidad, cuánta paz sentimos cuando hemos constatado que somos del beso, que somos sus portadores, que los otros nos ven como protectores de su mensaje, de su obra para con el mundo, que tanto necesita del beso y su clemencia.


Una Edad entera cabe en él, en su brevísimo pasar, pues todo lo condensa y lo trasciende: hemos vivido en la tiniebla hasta que el beso nos iluminó y nos preguntamos cómo pudimos hacerlo, cómo pudimos llegar hasta aquí sin su manto protector, sin su benevolente guía. No supimos en verdad lo que éramos hasta que ese supremo gesto se encarnó entre nosotros: dos labios unidos, dos lenguas buscándose, un mundo naciendo como una vieja diosa del mar y de la espuma.


Dentro del beso, sentido y significado. Fuera de él, caos y perdición. Hemos de dar gracias -a nuestro poderoso instinto primordial- por haber sido testigos de tal revelación y acceder así a esa fuente de conocimiento. Ya no podremos decir que vivimos entre las sombras, no al menos nosotros, los rectos de toda rectitud. Ay de aquellos que no crean, ay de aquellos que rechacen su Luz: negar el Beso es negar lo mejor que hay en nosotros. Osados y malditos sean los que nieguen, los que recelen, los que duden. Todo el país está en ese beso, todo el cosmos se articula en ese beso, compás y geometría, armonía y equilibrio. No creer es romper el perfil magistral que nos ofrece el beso, martillear la simetría de los rasgos, quebrar la belleza de su misterio.


¡Adorad al beso, insensatos, adoradlo! Cuando la última gota de Fe se haya secado en este mundo quedará, inerme y magnífico cual solitaria columna, el Beso, el cual, desde su atalaya, nos contemplará a todos como un padre contempla a sus hijos indefensos.


Podrá acabarse el mundo pero no el Beso, creatura inmortal, rectitud que prosigue su viaje en línea continua más allá del estrecho horizonte humano, tan frágil y tan poca cosa. Todo el país cabe, en verdad, en el beso.

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