Esta semana hemos conocido el último caso de un matrimonio cercano que se divorcia después de casi veinte años casados. Tienen dos hijos adolescentes. Se añaden a una ya larga lista de matrimonios del entorno -la mayoría con hijos- que terminan en el fracaso que es la separación y luego el divorcio.
Este hecho me ha hecho reflexionar en profundidad y por eso, queridos desdentados y deplorables, la crónica de esta semana trata sobre qué significa en verdad el divorcio en nuestra sociedad.
La clave está en entender que el divorcio no es una cuestión “horizontal” sino “vertical”. Con ello quiero decir que la ruptura de un matrimonio no es sólo un tema que afecte a los cónyuges -el plano horizontal- sino también a las generaciones precedentes -los abuelos- y a las subsiguientes -los hijos, que son también nietos- y esto es así porque los seres humanos estamos ligados por una urdimbre intergeneracional que nos enlaza con los que nos precedieron y con los que nos seguirán.
El divorcio constituye, por tanto, el divorcio de toda una familia con las tremendas implicaciones que eso conlleva. Afirmar, como aquí hago, que el divorcio es la ruptura de un contrato intergeneracional va en contra de uno de los principales dogmas del liberalismo imperante en nuestra época que señala que la voluntad del individuo es el valor supremo que define la vida de cada uno de nosotros. Así pues, cuando un matrimonio decide separarse se nos presenta como una decisión a nivel estrictamente personal que redunda en el bienestar y la mejora de las existencias de esos cónyuges en cuestión. Es un gran paso adelante en el bienestar emocional, psicológico e incluso físico de esas dos personas. Asistimos a uno de los momentos fundacionales de afirmación personal en la Edad Liberal que gozamos como individuos plenamente concienciados de sí.
Junto con el aborto y la eutanasia, el divorcio forma parte de la Tríada Decisional Individual de Nuestra Época, si se me permite la expresión. Es una de las “epifanías” de auto-conocimiento con que el Zeitgeist nos adula constantemente. Dicha Tríada representa la culminación del gnosticismo postmoderno que deja en manos del hombre y sólo en sus manos la “sabiduría” existencial que le confiere una “iluminación”, una “revelación” en cuanto al máximo potencial que es capaz de desplegar. El individuo postmoderno se alza como una torre-vigía solitaria sobre el paisaje circundante al que contempla, desde su altura “moral”, con profunda soberbia y por tanto desprecio.
Ese paisaje circundante, estimados lectores, son los “demás”. Todos ellos. Padres, hijos, familiares en general. Todos los otros que, de alguna forma, han pretendido invadir, con su molesta presencia, sus demandas y necesidades, el espacio sagrado del individuo-torre-vigía que tiene que proseguir su viaje de auto-expresión existencial y no puede atender las peticiones ajenas, obstáculo molesto en su exploración de sí mismo.
El divorcio, muy en especial cuando hay hijos de por medio, supone la implosión de toda la estructura familiar. Se divorcian un marido y una esposa PERO se divorcian también los hijos de sus padres, los abuelos de sus nietos, los yernos y nueras de sus suegros, de los cuñados y cuñadas, de tíos y primos y sobrinos. Todo un mundo se desmorona con el estrépito de las grandes construcciones al caer. Nuestro tiempo obvia este hecho fundamental y pone el foco solamente en el matrimonio: el resto de la familia se oscurece deliberadamente porque lo que revela es una verdad muy incómoda para Nuestros Señores y es que la Familia es un vínculo de derechos y deberes, donde éstos últimos deberían ocupar el lugar central. El hogar dentro del hogar.
Rescatamos aquí una noción clave del ya Viejo Mundo Cristiano (viejo en cronología, perenne por la fortaleza de su sabiduría y tradición) que produce espasmos cuasi de posesión en los postmodernos: hablamos de la resignación. Sí, queridos desdentados, la resignación cristiana. El hombre va a encontrarse en muchos momentos de su vida con situaciones difíciles ante las cuales sólo queda resignarse y aceptar lo que nos envía el destino. Es un precepto muy incómodo para los oídos actuales pero, hablando como lo hacemos hoy de la vida familiar, nos ofrece una valiosa lección. Un marido o una mujer “insatisfechos” con su matrimonio harían bien en resignarse si lo que hay en juego es destruir a toda una familia, sobre todo los hijos, sobre todo si son pequeños. La pequeña felicidad individual palidece frente a la angustia y tristeza de los hijos que se ven privados de lo que más quieren en este mundo: estar con su madre y con su padre bajo un mismo techo.
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