El frío puede ser hermoso. De hecho, lo es. El tiempo parece detenerse en los meses invernales, los paisajes adquieren trazos y contornos de melancolía; si nieva, a pesar de los inconvenientes para la vida cotidiana, tenemos perfiles de postal, casi irreales.
El frío tiene una magia propia.
Pero.
Pero a los seres humanos no nos gusta pasar frío, lo cual es muy diferente. A nadie, en su sano juicio, le gusta aterirse de frío, en especial en interiores donde uno imagina que podrá guarecerse de las inclemencias del exterior. ¿Qué es sino precisamente el hogar, el refugio al abrigo del calor donde encontramos esa íntima paz para el espíritu y la carne fatigados?
Nuestros mayores lucharon, durante milenios, contra esa maldición oscura y azul que es el frío. En su larguísima epopeya construyeron un mundo civilizado ya que rechazar el abrazo doloroso del frío asentó las bases de una manera ordenada y humana de estar en el mundo. Pocas cosas más civiles que un interior debidamente caldeado cuando fuera es imposible mantenerse en pie sin maldecir cada ráfaga de aire, cada aliento que huye vaporoso de nuestra boca.
Fue un gran logro del progreso humano -¡oh rueda, oh plástico, oh motor de combustión!- que el conjunto de la sociedad pudiera acceder a viviendas con sistemas de calefacción y afrontar así los inviernos con la perspectiva de sentirse a gusto en sus hogares. Por supuesto, no sólo en la esfera doméstica: también los espacios del trabajo y, en general, todos los espacios interiores públicos se hallaban debidamente equipados para ofrecer a sus usuarios una atmósfera cálida y acogedora. Eso es el progreso. Eso es civilización.
Entonces emergió con fuerza el Moloch Verde.
Larvado a fuego lento desde la segunda mitad del siglo XX, en el siglo XXI no se vería ya como un ídolo que mantener en las sombras, un espectro maligno que adorar en la privacidad de las cavernas por su puñado de malvados acólitos. El Moloch Verde podía ser sacado en procesión por plazas y calles, llevado en volandas al mismo epicentro del poder político, convertido en una presencia salvadora que justificaba todo tipo de tributos y sacrificios. Sacrificios que tú, querido lector desdentado y deplorable, ibas a pagar más que nadie.
Y, así, los inviernos han dejado de ser una estación que afrontar con calma y optimismo en un hogar debidamente calefactado y se han convertido en un período ominoso, cargado de peligros e incertidumbres porque muchos, demasiados deplorables, no pueden pagar las facturas de la luz y del gas. Lo que un día fueron viviendas acogedoras regresan, a pasos agigantados, a ser antros y covachas lúgubres y gélidas como las que tuvieron que padecer incontables generaciones antes que nosotros.
Nuestros Señores nos dicen que esto es progreso y civilización, al parecer.
Porque en su idea de lo que debe ser la sociedad las masas de deplorables y desdentados que un día fueron clase media no tienen ya cabida. Por un tiempo, todavía, ocuparán un espacio físico pero política y culturalmente hablando habrán sido expulsados. Con la ayuda de brebajes y todo tipo de venenos sus filas se irán reduciendo -así piensan Ellos- y de esta forma su presencia, tan desagradable e incómoda, dejará de ser un problema. No más bocas sin dientes, no más famélicas legiones de palurdos, no más fieles de la Vieja Fe que exaltaba la sacralidad de toda vida humana.
Por ahora, en las fases aún iniciales de su delirio agendístico, les van a hacer pasar, sufridos lectores, un invierno de mierda. O pagas la hipoteca (o alquiler) o la calefacción en una vuelta de tuerca espantosamente eco-sostenible del “Ser o No Ser” hamletiano. El dinero alcanza cada vez para menos, ¡bendita inflación generada por esos mismos Señores y vendida como una vulgar intriga putinesca! y, en este escenario decreciente y de recursos limitados (por alguien, cabe añadir, limitados por alguien), mantener el termostato por encima de los 19 grados es delito de herejía contra el Régimen-Climático-Que-Se-Han-Dado.
Muchos dirán “ojalá ponerlo a 19 grados” y, en esa exclamación, veremos encerrada toda la miseria de una época que nos retrotrae a las mesas camilla de antaño, a los mitones, a la contra-mística del sabañón, al tembleque crónico y continuo como estado existencial de los inviernos.
Qué elipsis nos han obsequiado los Siervos del Mal.
Los inviernos -vivibles- no son para los deplorables. Un escalofrío recorre nuestro mundo mientras facturas indecentes de luz y gas nos observan y señalan y se ríen de nosotros.
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