Esta semana hemos oído hablar del regreso del zeppelin como medio de transporte “aéreo” (es un decir) en España y no puedo dejar de pensar, queridos deplorables, que esta noticia es una maravilla que nuestro tiempo nos regala como recordatorio de nuestra postración moral y material.
El zeppelin, pues, como símbolo supremo del “estado de la Nación”, como una encarnación del Zeitgeist que nos susurra al oído que nuestro Zeit, nuestro tiempo desdentado y deplorable ya ha pasado, como pasa el último vuelo de un avión regular mientras, desde tierra, a ras de suelo -donde nos corresponde- lo despedimos con la mano, lo que en realidad es una despedida de nosotros mismos, una anticipación funeral por aquello que dejamos de ser y no regresará. En su lugar se nos ofrece -magnánimos Nuestros Señores- el zeppelin. El zeppelin como solución a nuestro problema porque el problema somos nosotros y lo que representamos: una intolerable contribución a la crisisclimáticaTM, a la terrible “ebullición” de este pobre planeta que tiene que cargar con nuestra culpa, a esos efluvios, que cual flatulencias y eructos vacunos, desprendemos descaradamente cada vez que osamos respirar mientras le robamos a la Pachamama otra porción de su oxígeno, de sus verdes prados (donde al parecer sí deberemos temer a la Muerte). Llegan pues los días del zeppelin como ofrenda que Nuestros Señores presentan ante el altar del Moloch Verde para no asustarnos del todo todavía, para engañarnos un poquito más, para ganar un poco más de tiempo antes de desvelar el verdadero rostro de su dios y del sacrificio que de veras exige.
Dicho todo esto, la historia del zeppelin también nos revela que los españoles -avezados alumnos de la descomposición postmoderna y nihilista, sedientos de un reconocimiento que sólo trae ruina y perdición, incapaces de superar nuestro secular complejo ante una fantasmagoría que nos detesta absoluta y existencialmente- nos merecemos este premio porque hemos demostrado un grado de sumisión ante el “espíritu del tiempo” del que pocas naciones pueden presumir. Nuestra cobardía, nuestro servilismo, nuestra entrega a un programa de demolición planeada hasta el mínimo detalle no tienen parangón en eso que debemos llamar el “Orden Liberal”, que es el nombre con el que las “democracias liberales” han vestido la suma perfidia del totalitarismo más escurridizo y por ende más exitoso que el mundo haya conocido.
El zeppelin adquiere, de esta forma, todo su significado. Es el pináculo de esta catedral anti-crística que Nuestros Señores han erigido usándonos a nosotros, desdentados y deplorables del mundo, como sus ladrillos. En ese globo inmenso, en esa deformada máquina que se bambolea por encima de nuestras cabezas podemos resumir el estado deplorable de la cuestión, la cuestión humana que ya está en trance de ser post-humana y por ello pre-humana. Si el zeppelin llega a ser una realidad será un paso más en nuestra derrota como seres humanos porque aquí no hablamos de cuestiones meramente técnicas (un vehículo frente a otro) sino de una política -que es, de hecho, una antipolítica- cuyo objetivo último es deshacer la comunidad humana, la polis y retrotraernos a un estado pre-político cuando los “dioses” gobernaban solitarios por encima del mundo y sus afanes.
En muchas ocasiones a lo largo de la historia han sido los pequeños gestos, lo anecdótico, lo que ha dado la mejor medida de toda una época y, en el caso de la nuestra y en particular de la de España, el asunto del zeppelin adquiere esa profundidad, esa medida perfecta de un mundo, mundo el nuestro que se descompone ya a una velocidad imparable y que provoca la negación de la mayoría, aterrada en su mezcla de ignorancia y descreimiento, lo cual le impide querer ver, querer comprender dónde estamos y hacia dónde vamos.
El abismo nos queda cada vez más cerca. En los cielos se hace un silencio cuando los aviones dejan de surcarlos y su lugar es ocupado por esos globos con ínfulas que son un bofetón en toda regla en nuestra cara. El Zeitgeist nos pasa así la mano como queriendo decirnos que calladitos estamos más guapos y que no nos quejemos tanto pues, al fin y al cabo, “el tren será el medio de transporte del siglo XXI”.
Bienvenidos entonces al futuro queridos míos. ¿Pues quién querría tener un presente pudiendo gozar de un futuro así?
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