Escribo la crónica de esta semana, queridos desdentados y deplorables, inmerso de pleno en el humor otoñal mientras contemplo cómo los paisajes en torno mío se desprenden de los últimos vestigios del verano y las hojas amarillas se posan, cual pétalos de una flor caída, sobre los caminos.
Reflexiono, delante de esta página todavía en blanco y a través de la ventana que se abre a un mundo cada vez más apagado, sobre la fugacidad y la fragilidad de todas las cosas y de todo lo que nosotros, seres mortales, erigimos creyendo de forma desesperada -por la propia finitud de nuestra naturaleza- que nuestro tiempo será ya el tiempo definitivo que no ha de terminar. La realidad es que nos pasamos la vida sobre una cuerda finísima haciendo equilibrismos para no caer y, al final, todos caemos. Nadie permanece sobre la cuerda para siempre, por muchas ilusiones que se haga. Nadie.
Así pues, bajo esta atmósfera gris y silenciosa termina no sólo una estación sino también una Edad. El tiempo de la confianza ingenua y ciega en que, a pesar de sus muchos defectos, vivíamos en una sociedad que tendía, como todas, a la preservación, a la pervivencia, a pensar un futuro para nuestros descendientes. Ya no es cierto. Ya no lo es.
Hemos despertado a un tiempo en que observamos, impávidos y con espanto, cómo nuestra sociedad se sustenta en unos pilares que han demostrado ser falsos. Unos pilares que no sólo no buscan nuestra preservación sino que alientan nuestra extinción, tanto corporal como espiritual. De esta manera han desplegado ante nosotros la Enfermedad, la Guerra y el Hambre, todo ello disfrazado bajo hermosas palabras, máscaras que encubren una mueca agusanada y absolutamente pérfida.
Han destruido todas las certezas que creímos inamovibles; así la Iglesia, otrora el gran bastión en la defensa del Hombre y de la Fe frente al Mundo y su abrazo envenenado. En vez de agua bendita, gel hidroalcohólico. En vez de puertas abiertas y sacerdotes valientes, puertas cerradas y sacerdotes muertos de miedo parapetados tras sus bozales alentando experimentos dañinos llamados “actos de amor” por aquél que okupa el Trono de San Pedro. Han arrasado la confianza en médicos, sanitarios, científicos, hombres de letras, fuerzas de seguridad, profesores, periodistas, políticos. No ha quedado ningún ámbito sin barrer. Todos han caído como caen ante mí ahora las hojas de los árboles, hojas muertas, secas y quebradas que van a pudrirse al suelo, olvidadas de todo y todos. Así han ido agostándose los campos del hombre, uno a uno, sin piedad y sin pausa dejando tras de sí un yermo, un silencio de pesadumbre y muerte.
Nosotros, la gente menuda, los que hoy nos llamamos con orgullo de clase “desdentados y deplorables”, nos hemos quedado solos ante el peligro. Ya no hay Reyes que acudan en nuestra defensa ni valientes capitanes que enarbolen la espada y el escudo para proteger a los más débiles. Aquéllos que debían ser Señores son meros lacayos de fuerzas malvadas que actúan entre las sombras y al servicio de la Sombra. Esto lo sabemos muy bien en la despedazada y desahuciada España, donde nos entretienen con humo y espejismos mientras nadie en las estancias del poder cuestiona la Guerra que nos ha sido declarada, en forma de virus, vacunas o ucranias.
Es ahí donde constatamos que nos engatusan y entretienen con fruslerías, cuentas de vidrio y mantas bajo las cuales se esconde el germen de nuestra destrucción, como sucedió con los indios de Manhattan. Hoy somos casi todos esos pobres indios de Manhattan, engañados para entregar sus riquezas y posesiones a unos depredadores sin moral ni el menor escrúpulo para quienes nuestra presencia es un estorbo insufrible a la hora de llevar adelante sus planes de conquista y control del mundo.
Seguiremos por tanto sumidos en esta falsa lucha entre cortinas de humo y de espejismos que nos impedirán ver la magnitud del desierto que nos rodea y que crece de día en día, como si fuese un otoño inmenso del mundo y del espíritu del hombre que todo lo adormece a su paso y ante lo cual me pregunto, con la mirada fija en la ventana y su creciente oscuridad, si despertaremos alguna vez de este letargo, si la vida romperá al fin el embrujo y el velo de la muerte que se cierne sobre todos nosotros.
コメント