Hace pocos días fui a dar de nuevo con la película “Ridicule” (dirigida por Patrice Leconte en 1996) que había visto en el pasado y de la que guardaba muy buen recuerdo y, así, me dispuse a verla otra vez. Hay obras de arte que adquieren su pleno sentido no en el momento en que son concebidas sino cuando, a la luz de otra época, adquieren todo su significado y “Ridicule” pertenece de pleno a esta categoría de obras. Se entiende mucho mejor en 2023 que en 1996, cuando se estrenó.
Y esto es así porque, entre medias, hemos visto cómo se consolidaba nuestro Nuevo Antiguo Régimen, como he dado en llamarlo, consolidación que representa, de hecho, una pudrición a todos los niveles de nuestras clases dirigentes, endiosadas en sus pequeñas burbujas vitales -llámense éstas Davos o la Comisión Europea- lo cual ha hecho no sólo que se desconecten de la realidad sino, mucho más grave y peligroso, que vean al hombre común, al pueblo, como unos auténticos infrahumanos, carentes del menor valor.
Dado que no quiero destripar la película para aquéllos que no la hayan visto diré, tan sólo, que la acción transcurre en los años previos a 1789 en la corte de Versalles donde el director refleja con exquisito gusto la atmósfera viciada de aquellos salones donde se daba una soterrada lucha -sublimada en copas de champán y golosinas de todo tipo- entre los cortesanos para no perder el favor real, cosa que aguzaba, además del ingenio, la amoralidad más absoluta.
¿Entienden por qué, estimados deplorables, podemos percibir con mayor crudeza esta historia hoy que hace casi treinta años, en los “felices Noventa”, cuando todavía no se había destapado abiertamente el ansia de poder y de dominio de Nuestros Señores? A la “luz” del Siglo Covidiano -ese nuevo “Iluminismo” despótico que nos gobierna- el mensaje que transmite esta película se nos presenta casi como una dolorosa epifanía. Hoy sabemos que nuevos Versalles se han erigido -cual torres oscuras camufladas bajo potentes reflectores- por doquier desde los que una legión de cortesanos, la mayoría pobres hombres y mujeres engañados por un boato del que son sólo usufructuarios, nunca tenedores, maquinan cómo mantenerse en esos salones de poder al menos un día más. Vemos a las actuales mesdames de Pompadour apresurarse a reírle todas las gracias al Rey de turno y, horrorizados, constatamos la suciedad y el abandono de esas bocas, carcomidas por la caries y halitosis tras el fútil velo de perfumes y carmín que a mala pena puede ocultar tamaña fealdad.
El siglo XXI, en especial a partir de su segunda década, es el siglo de estos nuevos Versalles donde el poder se repliega -signo último de toda tiranía- al tiempo que despliega una obscena panoplia de moralismos y puritanismos revestidos en un lujo que como todos los lujos -no confundir con lo solemne- revela tumefacción y decadencia, la caries apenas mencionada. A medida que las clases dirigentes adquirían mayor conciencia de sí mismas a través del enorme poder adquirido con la globalización -pues ellas sí son muy conscientes de que existe un sistema de clases y castas, que se han encargado de ocultar a la opinión pública con enorme celo- su círculo de acción se hacía más versallesco, por así decir, más “cortesano”, más hierático y aristocrático en el peor sentido de la palabra. Caían las “fronteras” en los “felices Noventa” al tiempo que se elevaban altísimos muros palaciegos donde la voluntad democrática quedaba secuestrada bajo pesadas capas de maquillaje y palabras altisonantes pues una lección decisiva que extraemos de “Ridicule” es que el dominio del lenguaje, el control férreo de la palabra, se convierte en herramienta fundamental para crear el poder y luego retenerlo. Llevamos ya varias décadas sumidos en una Guerra Lingüística que se manifiesta como la base de la estafa piramidal que vivimos y no parece tener visos de detenerse; todo lo contrario, se recrudece.
Aquellos cortesanos caminaban, ebrios y ciegos, hacia su perdición. No lo sabían, pero estaban cavando su propia tumba. ¿No será, entonces, el tan cacareado 2030 nuestro 1789?
Si sobrevivimos a este Nuevo Antiguo Régimen podremos contar, parafraseando a Talleyrand, “quien lo vivió podrá decir que conoció la dureza del vivir”.
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