En vísperas de la Semana Santa cuán importante es que los desdentados y deplorables entendamos -con esa sabiduría que sólo el corazón puede ofrecer- que nuestra vieja religión cristiana nos ha ofrecido la mejor defensa posible frente a los despiadados ataques del mundo exterior, personificado hoy en Nuestros Señores globalistas adoradores del Mal y sus muchos Moloch.
Sólo ahora, avanzada ya la tercera década del siglo XXI, podemos empezar -recalco lo de empezar- a intuir la devastación moral, cultural y espiritual que la retirada del Cristianismo supone para las clases más desfavorecidas y vulnerables de la sociedad. Con esto no defiendo que dicho fenómeno sólo afecte a un determinado estrato pero sí señalo que los efectos catastróficos del oscurecimiento cristiano se harán sentir con mayor intensidad entre los más débiles y desprotegidos por el papel decisivo que tuvo la religión cristiana a la hora de elevar la dignidad de los desfavorecidos y apestados del mundo.
A medida que, como sucede con la marea, el cristianismo se ha retirado de la playa han parecido en la arena pecios que creímos sepultados en un justo olvido. Estos restos del naufragio del mundo pagano anterior al Cristianismo regresan a poblar la orilla y se dejan ver de nuevo, muy ufanos, por ojos que los contemplan con la fascinación del arqueólogo desvelando los misterios que dormían bajo la tierra. En esa fascinación reside nuestro actual sentido de pérdida y vulnerabilidad porque el mundo pagano vuelve a la vida para destruir las bases de nuestra civilización cristiana. Porque debemos insistir, las veces que sea necesario, que nuestra civilización, querido deplorable, es la cristiana y si cae ella, caemos nosotros con ella. Y debemos entender qué significa eso verdaderamente.
La gran revolución cristiana, a una escala antropológica, supuso otorgar un nuevo significado a la vida humana, un hecho sin parangón en la historia de la Humanidad y cuya influencia ha sido determinante. Así pues, tras Cristo, todos, to-dos, somos hijos de Dios, todos los seres humanos participamos de la misma esencia divina lo cual nos otorga una dignidad intrínseca por el mero hecho de ser hombres. Eso aplica a ricos y pobres, hombres y mujeres, potentes y débiles. Se rompe así el viejísimo patrón del mundo antiguo donde la vida humana no era valiosa per se sino por las circunstancias de cada uno, donde la gloria era sólo para unos pocos mientras los dioses jugaban caprichosamente con nosotros como si fuéramos marionetas para su disfrute.
¿Dónde quedaban situados los desdentados y deplorables de aquellos siglos crueles y despiadados? Pueden imaginar la respuesta. No sólo se encontraban en los márgenes: mucho peor aún, eran los márgenes. No gozaban de la misma consideración respecto a su estatus existencial que los individuos de clase superior. Quizá hoy nos cueste aprehender este fenómeno sin embargo nuestro mundo actual se desliza por esa pendiente paganizante por lo que en breve tiempo podremos entender qué significaba ser un desheredado en ese mundo pre-cristiano porque lo que tendremos será muy, muy parecido. La mera idea me produce, debo confesarlo, escalofríos. ¿Entendemos ahora toda esa jerga pararreligiosa sobre el medio ambiente, el ecologismo y la sostenibilidad?, ¿entendemos toda esa cháchara sobre la digitalización, la inteligencia artificial y el transhumanismo?
Ésos son los pecios de los que hablaba más arriba, los restos del naufragio que, bajo un nuevo y sofisticado disfraz, emergen de nuevo hacia la superficie. Ya los tenemos aquí, elevados a la categoría de desarrollo y progreso por unas élites que reviven, así, el más funesto paisaje neopagano donde la vida de los humildes, enfermos y desgraciados -aquellos que Cristo elevó con su mensaje- vuelve a no valer nada. La retirada del Cristianismo nos deja expuestos, otra vez, frente a los leones del Circo, exvotos humanos a mayor gloria de los horrendos dioses -ídolos en verdad- del Averno y del Olimpo cuya sed de sangre no conocía límites.
El mundo antiguo era un sitio terrible, terrible, para la inmensa mayoría. No dejemos que el brillo del mármol nos ciegue, como sucede ahora con el poder del algoritmo y del chip. Detrás acecha un vacío espantoso, un mal sin freno que busca nuestra esclavitud y muerte.
Un país sin Dios no es, por tanto, un país para los desdentados y deplorables. Hoy, en este viernes víspera de la Semana Santa, detengámonos un instante y pensemos en la belleza y la verdad del mensaje de Cristo para que ilumine la senda que la Oscuridad quiere cercar.
Tengan todos ustedes unas Felices Pascuas.
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